La corrupción es la seña de identidad de la partitocracia, su modus vivendi y su modus operandi. Es una corrupción de casta, en la que todos participan, que empezó por la cabeza y se fue extendiendo por todos los miembros. En el sistema se asciende por mediocridad y por corrupción. Suben los más mediocres y los más corruptos, los más lacayos y los más trincones.
Es una corrupción impune pues la corrupción es también la seña de identidad del Poder Judicial. Nombrados por los partidos los miembros de Consejo General del Poder Judicial, ascendidos los jueces por el favor político, la Justicia ha sido desarmada y corrompida. Es una situación de corrupción unánime, no hay un solo político en prisión. Ni Jaume Matas ha traspuesto las puertas de la trena. Los sumarios se eternizan como el de Carlos Fabra o el de Gürtel que muestra un PP que es una inmensa cloaca de corrupción, en el que la financiación de las campañas es ilegal. En negro, y donde todos pillan o encubren.
La corrupción unánime de los dirigentes, de esta democracia basura, de esta timocracia, de esta cleptocracia, conlleva la miseria y a indigencia de los españoles. Pelotazos, nepotismo, amiguismo, trato de favor… todo recae sobre las dobladas espaldas del contribuyente. La honradez es perseguida; la decencia vilipendiada.
El ambiente es asfixiante e irrespirable; los partidos practican la omertá y la solidaridad de los delincuentes. La crisis bien podría resolverse investigando a los alcaldes y a los concejales de urbanismo; no dejamos a las cúpulas autonómicas. Los gobiernos autonómicos son mafias extorsionadoras, del 3 al 30%.
Son precisos tribunales especiales, formados por jueces incontaminados, que procedan en jucicios rápidos contra los corruptos y se incauten de sus bienes.
El sistema como tal está corrupto, vive instalado en la corrupción y, por ello, es ilegítimo: debe ser arrumbado y regenerado.
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