7/1/2016
Pablo Echenique
Todo lo que rodea a la discapacidad (o diversidad funcional, como a mucha gente le gusta llamarla), así como a su “hermana mayor” la dependencia, es a la vez triste y hermoso, normal y heterogéneo, injusto y una gran oportunidad.

La diversidad funcional (la discapacidad) nos grita a la cara que no existen los humanos promedio, aunque existan los entornos promedio. Nos habla de que no todos son hombres jóvenes, blancos y fuertes, aunque el mundo esté hecho para ellos porque su minoría es la que se ha impuesto y la que manda.
La discapacidad y la dependencia nos dan miedo porque nos sacan de esa burbuja en la somos inmortales y en la que ni siquiera tenemos que repetirnos que “todo va a salir bien” porque hemos aprendido a vivir pensando que lo contrario es inconcebible. Nos dan miedo porque un simple accidente de moto o un gen mal avenido es todo lo que nos separa de ellas; a todos y a cada uno de nosotros.
En nuestra sociedad, además, discapacidad y dependencia significan pobreza… o al menos significan que la pobreza se acerca.
Según un estudio del CERMI, en 2011, la tasa de actividad de las personas con discapacidad en edad de trabajar era de un 37%; menos de la mitad que la de la población general, de un 75%. El mismo estudio nos dice que, en 2008, la tasa de discapacidad en hogares con ingresos inferiores a 500€ mensuales en los que viven mujeres, era del 30%. Mientras que, en el lado contrario, en los hogares con ingresos superiores a 3000€ euros mensuales, la tasa de discapacidad no llegaba al 4%.
Sí, la discapacidad es 7 veces menos habitual entre la clase media alta y los ricos que entre los pobres. Quizás por eso también nos da miedo y preferimos muchas veces no mirarla.
Por eso y porque la discapacidad muchas veces genera dependencia. Es decir, ocasiona que necesitemos de la ayuda de otra persona para llevar a cabo tareas básicas de la vida cotidiana, como levantarnos de la cama, ir al baño o vestirnos.