Cive Pérez - 30/10/2013
Nicolas de Condorcet
Estas diferencias, según Nicolas de Condorcet, tienen entre sus causas principales: la desigualdad de riqueza y la desigualdad de estado entre aquellos que tienen asegurados los medios de subsistencia y pueden transmitirlos a su familia, y la de aquellos otros para los que estos medios dependen de la parte de su vida en la que son útiles para trabajar. En l'Esquisse d'un tableau historique des progrès de l'esprit humain, Condorcet considera que la creación de medios encaminados a posibilitar el acceso real de todas las personas a los derechos sociales mínimos —lo que hoy conocemos como protección social— es una exigencia del progreso humano.
La pobreza que sufren millones de personas en el seno de los países más desarrollados no es el resultado de errores individuales cometidos al participar en el terreno de juego económico. Por supuesto, hay empresarios con capacidad inversora que eligen mal el objeto —industrial, comercial o especulativo— en el que invierten su capital, obteniendo un resultado desastroso que los conduce a la ruina. Pero esa capacidad de elegir no está al alcance de toda la población. En el imperio del capitalismo financiero, sólo una minoría tiene acceso al casino donde se decide la suerte económica. Pues para ser admitido en la mesa de juego hay que llevar algo de dinero en el bolsillo. De lo que se extrae un cínico corolario: los pobres son pobres porque no invierten.
El trabajador empleado por cuenta ajena no se queda en paro por voluntad propia, lo habitual es que pierda el empleo al ser despedido por el propietario del mismo. Tampoco el jubilado que percibe una pensión mínima es pobre por haber elegido desempeñar en esta vida el papel de la ociosa cigarra de la fábula de Mandeville, sino porque las leyes que regulan las pensiones fijan cuantías indignas e indignantes en las escalas más bajas.
En el caso español, la mayoría de los ancianos que reciben hoy una pensión por debajo del umbral de pobreza pertenecen a una generación de perdedores en el más amplio sentido. A todos aquellos que no formaron parte de las filas del bando nacional vencedor en la Guerra Civil no les quedó otra alternativa que la de trabajar en los peores oficios, duros y malpagados, que cotizaban en la escala más baja de la Seguridad Social. Al cabo de largas décadas de entrega al trabajo, se vieron luego obligados a afrontar la vejez con esas bajísimas pensiones cuyo importe no alcanza siquiera para costear una residencia en caso de no poderse valer por sí mismos.
A estas alturas está sobradamente demostrado que la pobreza no es una consecuencia a posteriori de los actos del individuo, sino una condición a priori de un sistema manifiestamente injusto. Luego, mejor prevenir que curar, es preciso invertir el sentido de la acción protectora neutralizando, mediante una iniciativa previa (ex ante), esas ineficacias del sistema que acarrean efectos negativos sobre las personas.
Cambiar de manera radical el sistema de prestaciones básicas supone convertir las actuales rentas mínimas de indigencia en una renta de existencia garantizada para todas las personas del país. La diferencia de concepto es sustancial, pues, mientras que las ayudas a la pobreza se conceden si, y sólo si, el solicitante demuestra ser pobre, el derecho a la existencia ha de reconocérsele a toda la ciudadanía. Una forma de eliminar esa ambigüedad productora de precariedad que late en toda ley de Asistencia Social condicional es establecer por ley el mandato imperativo de que todos recibirán un ingreso mínimo. De manera que el derecho prevalezca sobre el prejuicio.
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