Alicia Miyares - Doctora en Filosofía y docente de Secundaria - 29/11/2013
Solemos atribuir los actos violentos a un Gobierno cuando éstos son teocráticos, totalitarios y dictatoriales y, por el mismo razonamiento, solemos eximir a los Gobiernos democráticos de ejercer violencia institucional. Pero lo cierto es que este axioma político, según se van consolidando las democracias, es cada vez menos pertinente.
Hoy en día, la medida de una democracia es otra democracia. Un Gobierno democrático se ha de comparar con otro Gobierno democrático por las leyes que elabora, por los derechos que hace suyos, por las actitudes que promueve, por los grupos de interés que favorece, por gobernar, en definitiva, de cara a la ciudadanía o contra ella.
Así, pues, para percibir la violencia ejercida en una democracia, no hay mejor registro que tomar a un grupo, clase social o colectivo sobre el que históricamente se ha ejercido violencia y comprobar cuánta de ella se ha resuelto con la práctica democrática. Las mujeres, desgraciadamente, pertenecemos a ese grupo social de referencia.
En el fenómeno de la violencia se reconocen tres tipos: violencia estructural, violencia cultural y violencia directa, y esperamos de los Gobiernos democráticos rigor para abordarlas y leyes para combatirlas. A su vez, el grado de erradicación de las manifestaciones violentas nos sirve a todo efecto como indicador de calidad democrática y como medida evaluadora de la acción de un Gobierno. Por ello, si un Gobierno, por dejación u omisión (cuando no, beligerancia), no actúa decididamente en contra de los tres tipos de violencia, se puede afirmar de él que ejerce violencia institucional.
A la luz de estas premisas, repasemos nuestras leyes y la acción del Gobierno del PP.
La violencia estructural se centra en el conjunto de estructuras que no permiten la satisfacción de las necesidades como resultado de los procesos de estratificación o jerarquía social, y se concreta, precisamente, en la negación de estas necesidades. De las leyes hoy vigentes, y tomando como referente al grupo de las mujeres, la Ley para la igualdad efectiva de mujeres y de hombres es la que más fielmente refleja el combate contra la violencia estructural.
En ella se abordan medidas para erradicar la estratificación social y jerárquica de un sexo sobre otro en la interpretación de las normas, en el acceso al empleo y las condiciones de trabajo, en la política, en la educación, en las empresas, en los medios de comunicación, etc. Determina, además, cuáles han de ser las actuaciones de los poderes públicos para erradicar las desigualdades y satisfacer así las necesidades de las mujeres.
Si inaudito fue que un partido democrático recurriese ante el constitucional la validez de esta norma, más inconcebible es que hoy ese partido en el Gobierno haga dejación expresa de promover actuaciones en el sentido que marca la ley. De su inacción por cumplir y hacer cumplir la Ley de Igualdad, no se sigue solamente inoperancia sino que, al no combatir el modelo de estratificación y jerarquía social entre mujeres y hombres, lo está dando por bueno.
En el análisis de la violencia estructural no hay lugar para el término medio, ni caben actuaciones tímidas ni márgenes de tolerancia. Por ello, se puede concluir que el Gobierno del PP, al no combatir la violencia estructural, la perpetúa.
La violencia cultural se basa en un amplísimo entramado de valores asumidos acríticamente, y a través de ellos se logra la aprobación de posturas intransigentes en lo religioso, en lo económico, en las relaciones de género, en la educación, etc. No conozco, así, pues, mayor acto de violencia cultural en una democracia que violentar los derechos adquiridos.
De nuevo me remito a una ley vigente: la Ley orgánica de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, que el Gobierno del PP pretende reformar. Tras la reforma anunciada, se esconde una cesión absoluta a valores y formas de vida de una religiosidad extrema. De llevarse a cabo, el Gobierno estaría ejerciendo violencia cultural sobre todas aquellas personas que no compartimos ese ideal de vida.
Nos estaría obligando a dar por buenas mistificaciones en torno a la concepción y nos limitaría en nuestro derecho a decidir para imponer el “plan de Dios”. La salud de una democracia se mide por su capacidad para deslindar las leyes de la moral religiosa, por salvaguardar el derecho a decidir en materia sexual y reproductiva. Por el contrario, cuando se pretende legislar en consonancia a una creencia religiosa, la ciudadanía no es posible. Y eso en democracia es violencia cultural.
La violencia directa es visible y de carácter físico o verbal, y en España se ha llevado por delante en una década la vida de casi 700 mujeres. Para detener esta violencia genocida, pues se ceba sobre las mujeres, disponemos de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. El ámbito de la ley abarca los aspectos preventivos, educativos, sociales y de atención a las víctimas, y se exige de los poderes públicos no ser ajenos a la violencia de género.
Si tomamos las medidas previstas en la ley y las iniciativas que en esta materia ha impulsado el Gobierno del Partido Popular, el resultado no puede ser más desalentador. No se entiende que se hayan recortado recursos y que no existan campañas de sensibilización. No parece tampoco que cerrar centros y servicios sea el modo más eficaz de luchar contra la violencia de género.
Produce perplejidad que este Gobierno declare de utilidad pública (lo que conlleva beneficios económicos y exenciones fiscales) a una asociación ultraconservadora –que defiende unas relaciones entre los sexos absolutamente estereotipadas– y que a la vez recorte subvenciones a las asociaciones de mujeres que luchan contra la violencia de género. En la nueva ley educativa me deja sin aliento la pobre consideración que se otorga a los valores cívicos, equiparándolos a la enseñanza doctrinal de la ideología sexual presente en la religión.
Podría seguir enumerando más actuaciones del Gobierno, pero creo que las expuestas son lo suficientemente representativas para afirmar que no se están tomando las medidas adecuadas para eliminar de raíz la violencia directa sobre las mujeres.
Derechos y creencias no son lo mismo y si un Gobierno, intencionadamente, promueve esta confusión, mantiene viva la violencia, ejerce violencia institucional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario