Ruth Toledano - 28/7/2013
La rabia, la desesperación y la impotencia crecen en la ciudadanía porque el nivel de delincuencia (recogida o no en el Código Penal) de nuestros gobernantes alcanza cotas casi inconcebibles y la desvergüenza de su proceder aumenta cada día con nuevas pruebas.
E
s la pregunta que se hace un lector, socio de eldiario.es, en uno de los comentarios al artículo publicado por Ignacio Escolar con el título “El delito no es el único límite”, en el que, tras hacer una exhaustiva relación de hechos que, según el Código Penal, no constituyen delito (mentir a los ciudadanos, esconderse, manipular ruedas de prensa, ocultar salarios, militar en el PP al tiempo que se resuelven recursos presentados por este partido ante el Tribunal Constitucional, etcétera, etcétera, etcétera), concluye: “Pretender que el único límite para la política democrática es que no te caiga una condena judicial tampoco es delito: es solo la última falacia argumental con la que el PP intenta vestir de normalidad unos hechos completamente inaceptables, inexplicados y que inhabilitan al presidente para gobernar”.
Hemos llegado, efectivamente, a una situación política en la que a los gobernantes les basta con no ser delincuentes desde un punto de vista judicial. Lo que importa no es la responsabilidad en el trabajo, la protección y el desarrollo de la cosa pública, el esfuerzo en favor del bien común, la creación del procomún, la honorabilidad, la dignidad, la transparencia, la confianza. Lo que importa a los gobernantes es eso que vulgarmente se conoce como irse de rositas. Si se libran de una imputación, todo bien; si se libran de una condena, miel sobre hojuelas.
Los ciudadanos asistimos a esa dinámica con indignación, con rabia, con desesperación, con impotencia. La indignación se organizó hace dos años en un movimiento espontáneo, el 15-M, que sirvió para demostrar que se puede actuar con la fuerza de la unión, para recuperar el espacio público, para despertar conciencias, para estimular activismos y para tejer un tejido social de intervención política que ha conseguido logros como los de la PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca), logros que no lo son solo en un valioso sentido de visibilidad sino, precisamente, a nivel judicial, dado que en marzo de 2013 el Tribunal de Justicia de la Unión Europea declaró ilegal la ley española de los desahucios. Pero la rabia, la desesperación y la impotencia crecen en la ciudadanía porque el nivel de delincuencia (recogida o no en el Código Penal) de nuestros gobernantes alcanza cotas casi inconcebibles y la desvergüenza de su proceder aumenta cada día con nuevas pruebas.
“¿Qué va a pasar entonces?”, se pregunta el lector, ante este “reality judicial” y ahora que todas “las máscaras han caído”. Es la pregunta que nos hacemos todos. En su opinión, la movilización en la calle es ejemplar pero insuficiente para cambiar el sistema y nos recuerda que fueron los españoles quienes entregaron el poder al PP con una mayoría absoluta que le está permitiendo sus desmanes. “¿No les dice nada el hecho de que con seis millones de parados y una corrupción nauseabunda no haya sucedido nada?”, se pregunta también. Porque lo cierto es que el nivel cuantitativo de la protesta en las calles no está al nivel cualitativo de la situación. La gente está cabreada y hasta desesperada pero no sale en masa a la calle. Si en lugar de dos mil fuéramos dos millones, una y otra vez dos millones de personas en la calle, un día y otro dos millones de personas en la calle, se ejercería una presión que el Gobierno no podría soportar. Siendo dos mil, aguantan un rato, lanzan a los antidisturbios y de vuelta al plató del reality judicial.
El porqué de que con seis millones de parados y una corrupción nauseabunda aún “no haya sucedido nada” tiene que ver con esa falta de cultura política que entrega la mayoría absoluta a un partido formado por hijos y nietos de franquistas, ligados al secular intervencionismo de la iglesia católica; tiene que ver con una falta de sentido de comunidad heredera, también, de décadas de dictadura; tiene que ver con la falta de educación cívica, el profundo individualismo y la pereza intelectual de un país sin Ilustración. El porqué, nos guste o no, es la pervivencia de las dos Españas. Dicho lo cual, volvemos a la pregunta inicial: “¿Qué va a pasar entonces?”.
Según nuestro lector, “es imprescindible iniciar una reflexión política que nos sirva para definir un nuevo horizonte (…) Sin una perspectiva electoral, cualquier energía que desarrollemos está condenada a la inutilidad: tendremos la tranquilidad moral de saber que son unos sinvergüenzas, pero eso no cambiará las cosas o las cambiará muy poco. Es imprescindible cambiar las leyes, y eso sólo se consigue en el Parlamento. ¿Se le ocurre a alguien otro camino?”. Es posible que no haya un camino más razonable, pero para transitar ese camino hacen falta alternativas electorales. ¿Cuáles tenemos? El PSOE está en un proceso de desintegración que tiene más que ver con la falta de un ideario político firme que con sus procesos de elecciones primarias, que actúan de tapón para la militancia. IU ha conseguido mejorar sus resultados electorales y sus expectativas, aunque de forma tan insuficiente que ni siquiera se plantea la gobernabilidad, y eso acaba por afectar a su dinámica política. De UPyD mejor ni hablamos, a pesar de que este país es capaz de pasar por alto vergüenzas públicas como la del actor Toni Cantó, por quedarnos solo con la anécdota. Partidos como Equo y PACMA solo pueden aspirar hoy por hoy (y ya sería bastante) a tener presencia parlamentaria.
De tal panorama se deduce que lo máximo que podemos ambicionar, desde el punto de vista del camino parlamentario al que se refería el lector, es romper con la mayoría absoluta del PP. No sería poco, desde luego. Pero, ¿sería suficiente? ¿Bastaría para renovar en profundidad la vida política de este país, para recuperar los derechos sociales arrebatados, para limpiar el Poder Judicial, para limitar el poder de obispos y banqueros? ¿Bastaría para revisar la Constitución y reconsiderar el modelo de Estado? ¿Bastaría, de lo contrario, para superar la crisis sistémica, para erradicar una corrupción que es estructural? Esa es la reflexión política imprescindible, la que apela a una reforma orgánica, a una transformación moral, a una revolución ética; y ese, el único horizonte que no sería más de lo mismo aunque fuera un poco mejor. Porque, si no, solo sigue cabiendo la misma pregunta: ¿qué va a pasar entonces?
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