11/7/2014
Marta Romero
El debate sobre el modelo social pide paso, pero éste sigue sin ser canalizado a nivel político. Algo que ahonda aún más en la actual brecha de la democracia representativa en un país en el que la inmensa mayoría de los ciudadanos percibe un injusto reparto de la riqueza y grandes desigualdades sociales.
Si alguna lección se puede extraer de los últimos seis años marcados por la crisis es que los desequilibrios se acumulan y, más tarde o más temprano, terminan por estallar. Lo vimos primero con la dimensión económica de la crisis. Los desequilibrios propiciados por el acceso y fomento al crédito fácil, junto a un sobredimensionado sector inmobiliario en España, terminaron, al calor de la crisis internacional, por ser insostenibles. Y mientras se desvanecía vertiginosamente el “milagro económico” español, pasamos con el gobierno de Zapatero de la negación inicial a la minimización de la crisis. Después, con el gobierno de Rajoy, que ganó las pasadas elecciones generales con la promesa de una recuperación económica inmediata, hemos pasado de la exaltación de la gravedad de la situación para justificar los sacrificios a las “irrefutables” señales del final de la crisis.
Una secuencia similar se observa con la crisis política. En los últimos seis años -y especialmente en los últimos cuatro de rigurosa aplicación de las políticas de austeridad, aderezados por el continuo goteo de escándalos de corrupción y fraude-, los desequilibrios han sido muy visibles con el continuado empeoramiento de los indicadores de confianza y satisfacción política. De la caída de valoración de los líderes políticos se pasó a una pérdida sin precedentes en la confianza ciudadana en las principales instituciones políticas y a una insatisfacción, también sin precedentes, con el funcionamiento de la democracia. Bien es cierto, que la llegada del PP al gobierno, a finales de 2011, contribuyó a oxigenar el panorama político, pero su efecto fue muy efímero, al diluirse rápidamente las expectativas de mejora de la situación económica y política que habían generado los populares con su victoria electoral.
Ante el
insostenible déficit político, tanto el Partido Popular como el Partido Socialista, como principales partidos del país, se han mostrado en los dos últimos años y medio excesivamente confiados. Confiados en que el malestar político iba a ser pasajero y en que las diferentes “mareas” de protesta social no iban a converger en un “tsunami”. Así, mientras los populares han recurrido en la primera mitad de su mandato a la mayoría silenciosa que no se manifiesta para restar fuerza a las movilizaciones sociales, el PSOE de Rubalcaba esperaba su turno, sin agitar la calle, a la espera de capitalizar electoralmente el descontento social.
Sin embargo, la anormal calma política, que chocaba fuertemente con la excepcionalidad de los datos demoscópicos, se desvaneció la noche de las pasadas elecciones europeas. La inacción de los dos grandes partidos ante el deterioro de la situación política terminaba por desembocar en un “terremoto político” con la acusada erosión electoral, mayor de la prevista, sufrida por los dos grandes partidos, la fragmentación del voto y la irrupción de Podemos como una potente fuerza “antiestablishment”. Un punto de inflexión tras el que, como hemos visto en el último mes, se ha pasado de la defensa a ultranza del status quo a una sorprendente aceleración de cambios políticos. Resulta llamativo que hasta el Partido Popular abrace ahora, aunque con dudosos propósitos y de forma diferida, la causa de la regeneración democrática.
Hoy la evidencia empírica sobre nuestra “burbuja social” se acumula y resulta abrumadora. España es, tras Letonia, el segundo país de la Unión Europea más desigual. También ocupa el segundo puesto, tras Rumanía, en lo que a
pobreza infantil se refiere. Y es el país de la OCDE en el que
más ha aumentado la desigualdad social en términos de ingresos. Si bien, como puntualizó recientemente José Fernández-Albertos en un
interesante post “España es más desigual que nuestros vecinos europeos no porque las distancias entre clases medias y clases altas sean muy grandes, sino sobre todo porque las clases medias son en términos relativos mucho más ricas que las clases bajas”.
El elevado desempleo, junto a las políticas económicas y sociales de austeridad aplicadas desde 2010 y las características estructurales de nuestro sistema de bienestar -menos eficiente en su función redistribuidora que otros sistemas europeos-, contribuyen a explicar la profundidad de los estragos sociales producidos en España con la crisis.
La confianza en que el colchón familiar, la labor asistencial de unas ONGs sobrecargadas, la emigración y la economía sumergida continuarán actuando como amortiguadores sociales mientras la recuperación económica llega, apunta a una gran ceguera política. Más aún cuando la etapa que estamos viviendo puede ser de transición hacia un nuevo orden social y, por ende, lo que ahora percibimos como desequilibrios sociales producidos por la devaluación interna pueden ser los pilares de ese nuevo orden. No es baladí en este sentido el creciente interés que está suscitando a nivel internacional el debate sobre el alcance y las consecuencias de la desigualdad social, con la obra
“El Capital en el Siglo XXI” del economista francés Thomas Piketty como referente.
En todo caso, la burbuja social no sólo se circunscribe a los indicadores que reflejan la “realidad social”, sino que también está vinculada a la percepción subjetiva de esa realidad. Y aquí el panorama es si cabe aún más preocupante. Ya antes de la crisis los ciudadanos percibían grandes desigualdades de oportunidades y derechos y un injusto reparto de la riqueza. Con la crisis esa percepción se ha acentuado, hasta el punto de que nunca ha sido tan alto como ahora el porcentaje de ciudadanos (casi el 91%) que considera que la distribución de los ingresos en España es injusta o muy injusta (ver gráfico).
Gráfico. Percepción del grado de justicia en la distribución de los ingresos en España (1997-2013). Fuente: CIS Nota: La serie no es homogénea porque el CIS no ha hecho esta pregunta todos los años.
Una percepción que contrasta con las
preferencias sociales mayoritarias de un modelo social equitativo, en el que el Estado juegue un papel activo en la provisión del bienestar de todos los ciudadanos.
Llama por ello la atención que el debate sobre el modelo social continúe sin ser canalizado a nivel político. Y más particularmente en el ámbito parlamentario, donde, a diferencia de lo que ha ocurrido con el sistema financiero, no se ha creado ninguna subcomisión en el Congreso para abordar este tema de forma integral. Por un lado, el Partido Popular, con su aplastante mayoría absoluta, ha conseguido silenciarlo, recurriendo, además, al mantra de que la mejor política social es el empleo y de que la vuelta al crecimiento económico conllevará una mejora automática de la situación social. Pero ya sabemos que crecimiento económico y reducción de la desigualdad social no siempre van de la mano. Asimismo, el tipo de empleo que emerge de la crisis, facilitado por las últimas reformas del mercado laboral, es precario. Y, por otro lado, el Partido Socialista, como principal partido de la oposición, no ha tenido hasta ahora la suficiente fuerza para situar el debate social en la agenda política.
Esta ausencia del debate social en la arena institucional sólo puede contribuir a aumentar la distancia entre la ciudadanía y los principales partidos políticos como canalizadores de las preocupaciones y problemas de los ciudadanos. Las burbujas social y política están íntimamente ligadas, y la percepción de injusticia social está en la base de la crisis que sufre la democracia representativa en España.
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