Javier Valenzuela
La figura del político profesional –aquel o aquella que desde su juventud hasta su jubilación cobra del contribuyente en calidad de concejal, diputado, alcalde, consejero, ministro, presidente o cualquier otro cargo legislativo o ejecutivo– me resulta cada día más difícil de tragar. En una sociedad razonablemente democrática esos cargos deberían ser desempeñados por ciudadanos que dedican una parte de su vida a la política, pero que antes y después de ello se ganan el pan como lo hacemos la mayoría, trabajando como campesinos, obreros, profesores, médicos, administrativos, funcionarios, abogados, etcétera.Es lo que hizo Gerardo Iglesias, el dirigente de Izquierda Unida que regresó a la mina tras su paso por la Carrera de San Jerónimo. Y así lo veían los padres fundadores de la república estadounidense, que, por eso y otras razones, deseaban limitar a dos los mandatos electivos. Washington, Jefferson y compañía solían citar el ejemplo del romano Cincinato, considerado por Catón el Viejo un arquetipo de frugalidad y honradez al servicio del interés público. Sí, ya sé que, también en esto, Estados Unidos se ha alejado de sus ideales fundacionales, ya sé que allí abundan los Frank Underwood (House of Cards), pero el hecho de que la gangrena prospere no significa que sea deseable.




















