9/6/2015
Lola Sánchez / Floren Marceselli
Un fantasma recorre Europa: se llama TTIP. Detrás de estas siglas se esconde el polémico Tratado de Libre Comercio que actualmente negocian Estados Unidos y la Unión Europea. Más allá de cuestiones ideológicas, tendríamos que hacernos una pregunta muy simple: ¿beneficia este proyecto a la ciudadanía? Veamos.
Por un lado, amenaza a nuestra democracia. Además de ser negociado de forma opaca y de espaldas a la ciudadanía (pero no de los lobbies corporativos, los principales agentes consultados durante todo el proceso), el TTIP quiere poner en marcha mecanismos que refuerzan el poder de las multinacionales, frente a la soberanía de los Estados y de la Unión Europea.
Primero propone crear un tribunal de arbitraje privado para resolver desencuentros entre empresas y Estados, el llamado ISDS por sus siglas en inglés (Investor-State Dispute Settlement). Este caballo de Troya de las multinacionales permitiría, por ejemplo, que un Estado tenga que indemnizar potencialmente a una empresa por querer aumentar el salario mínimo (como ha pasado en Egipto), por prohibir el fracking en su territorio (como en Quebec) o por querer defender la salud pública contra las multinacionales del tabaco (como en Australia).
Además, pretende crear el mecanismo de Cooperación Reguladora, cuya finalidad es conducir el proceso de armonización legislativa entre EEUU y UE, de forma que, poco a poco, se vayan ajustando ambas regulaciones.
Según un borrador de negociación del 23 de diciembre, EEUU y la UE deberían ofrecer "una oportunidad razonable para que cualquier persona física o jurídica nacional o extranjera que pueda ser potencialmente afectada" por una nueva normativa pueda "proporcionar información a través de un proceso de consulta pública". O sea, esta herramienta permitirá a las empresas multinacionales presionar a los gobiernos y a la propia UE durante la elaboración de cualquier ley que les afecte. Es la institucionalización del lobbying.
Así que mientras que el ISDS podría servir para invalidar leyes ya existentes, consideradas contrarias a los intereses económicos de las grandes corporaciones, la Cooperación Reguladora funcionaría de manera previa al proceso legislativo, con la posibilidad de obstaculizar el derecho de los Estados y de la Unión Europea a legislar. Se trata de una pinza pre y post-legislativa perfecta.
Por otro lado, el TTIP amenaza gravemente el actual modelo social, los servicios públicos, la agricultura, el medio ambiente, la propiedad intelectual o el bienestar animal, pues busca suprimir las barreras comerciales no arancelarias. Es decir, armonizar las normativas y regulaciones de ambos lados del Atlántico. Por (mala) experiencia previa con tratados de este tipo (como el NAFTA entre EEUU, Canadá y México), conocemos las dinámicas reales que implicaría:
- En caso de haber una convergencia normativa en el TTIP, en Europa, ésta se hará tirando hacia abajo las políticas y regulaciones en materia de derechos sociales, laborales, medioambientales, etc, ya que es harto difícil imaginar que EEUU adecue las suyas a las europeas.
- En caso de aprobación del TTIP sin convergencia, habrá un dumping social, laboral, medioambiental, etc: las empresas transnacionales intentarán abaratar sus costes, trasladando su producción a lugares con menor protección.
Dicho de otro modo, de aprobarse, el TTIP supondría, entre muchos ejemplos, que se pudiesen comercializar alimentos, transgénicos, cosméticos o productos químicos hoy en día prohibidos en Europa por considerarse nocivos para la salud, el medioambiente o la protección animal.
Además, tal y como reconoce la propia Comisión Europea, y a pesar de tener este año en París una cumbre decisiva para luchar contra el cambio climático, al fomentar el transporte transatlántico, el TTIP supondrá un aumento de las emisiones de CO2.
Pero no solo eso, según un estudio de la Universidad de Tufts en Boston, el único realizado bajo un modelo económico de Naciones Unidas que toma en consideración variables como el desempleo y la desigualdad -sin embargo ausentes de los estudios de la Comisión Europea-, el TTIP supondría la pérdida de 600.000 empleos en toda Europa.
Así que, volvamos a preguntarnos: ¿a quién beneficia el TTIP? Sin la menor duda, daría más poder (y beneficios) a las multinacionales, y a sus socios en política, en detrimento de los derechos de la gente de la calle, de las generaciones futuras y del medio ambiente. Estamos ante un intento de quebrar el contrato social nacido tras la Revolución Francesa, donde "todos los poderes emanan del pueblo", por un "todos los poderes emanan de las empresas". Las multinacionales están redactando su propia Constitución.
Así que nos jugamos mucho en la votación -no vinculante y no definitiva pero altamente simbólica- del Parlamento Europeo sobre el TTIP del 10 de junio en Estrasburgo. Al ser bisagra, los socialistas españoles y europeos tendrán sobre sus hombros una responsabilidad enorme: decidir si están del lado del beneficio económico (de unos pocos) o del bien común (para la mayoría y para la Tierra, hoy y mañana).
Los socialistas se juegan su credibilidad, hoy en el alambre. Porque primero plantearon el rechazo al ISDS como una línea roja, y luego dieron un giro a 180°, para votar finalmente a favor en la Comisión de Comercio Internacional el 28 de mayo pasado junto con los conservadores y los liberales. Segundo, porque no se entendería que un partido que se reclama de la tradición socialdemócrata terminara cediendo sus poderes legislativos a las grandes compañías transnacionales.
Afortunadamente, la ciudadanía está cada vez más informada acerca del peligro de este tratado, tal y como lo prueban las movilizaciones crecientes en toda Europa y en Estados Unidos en contra del TTIP. Nos jugamos mucho: una sociedad donde los intereses de las multinacionales escriban las leyes de todas y todos o una sociedad donde primen la justicia, la sostenibilidad y la democracia. El próximo 10 de junio, cada partido político expresará dónde se quiere posicionar.
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