La garantía de un ingreso mínimo, pagado por el Estado de forma incondicional a todas las personas, es uno de los ejes del nuevo Contrato Social que, más pronto que tarde, habrá que establecer para equilibrar la devastación causada por las políticas de la globalización neoliberal. Esta evidencia ha ido abriendo paso en el debate social a la propuesta de implantar una Renta Básica de Ciudadanía (RBC). Una alternativa con que cuenta la sociedad gracias a la capacidad de resistencia con que sus defensores, aguantando el chaparrón de críticas más o menos serias y trasnochadas monsergas ideológicas, hemos conseguido mantener encendida la antorcha de una propuesta para ampliar la libertad de las personas.
Frente a los fuegos de artificio del discurso liberal que, a la postre, sólo persigue libertades como la libertad de despido, surge la idea liberadora de garantizar un ingreso a todas las personas. Propuesta que aspira a reducir, siquiera en parte, el dominio de una minoría detentadora de los medios de producción, distribución y financieros, sobre una mayoría obligada a trabajar al servicio de esa minoría. Una élite que, saltándose las más elementales reglas de la democracia, apoya un Sistema, corrupto hasta límites indescriptibles, que se sostiene ideológicamente sobre la promesa del pleno empleo.