Benjamín Prado
Antes las manos limpias de los salvadores estaban manchadas de sangre y hoy de dinero negro, porque en el mundo neoliberal no se esconde una pistola detrás de un crucifijo o envuelta en una bandera, sino oculta entre líneas en los números rojos del libro de cuentas. La economía domina el planeta e impone sus leyes, que son por lo general las de quienes se enriquecen a costa de la pobreza ajena, y por eso ya no hacen falta los tanques, es más que suficiente con la burocracia. En Estados Unidos hemos pasado de los dictadores a los dictadólares y aquí del toro al euro como autor del rapto y violación de Europa, esa joven culta y bella que según cuenta la mitología salió al campo a divertirse con unas compañeras y fue engañada por el avaricioso Zeus, transformado en un irresistible astado blanco que se dejaba acariciar y poner guirnaldas de flores, besaba los pies de las muchachas y fingía una mansedumbre encantadora. Cuando la hija del rey de Tiro, una ciudad que estaba en Fenicia, en el Mediterráneo oriental, se sube a caballo al monstruo, éste huye con su presa a la isla de Creta, donde la pobre incauta engendrará tres vástagos del dios insaciable, Minos, Sarpedón y Radamantis. Cambiamos dos o tres nombres, y sigue siendo nuestra historia.
Los ciudadanos del siglo XXI tenemos la sensación de estar indefensos ante el abuso de quienes ostentan el poder y además lo hacen a puerta vacía, sin enemigos reales a los que combatir, porque el terrorismo islamista no es una lucha de sistemas o ideologías, ni siquiera un asunto político, sino una pelea religiosa y comercial; así que ya no existen dos superpotencias, porque como se sabe, en la que está en condiciones de serlo, la imponente China, hay desde la época de Den Xiaoping un país y dos sistemas, a un lado Tiananmen y al otro Hong Kong, y cada día que pasa es un poco más verdad que a sus dirigentes les da lo mismo que el gato sea negro o blanco, mientras cace ratones. En su último libro, Chocar con algo, recién publicado por la editorial Pre-Textos, la autora jienense Erika Martínez tiene un poema titulado El último demagogo que explica muy bien cómo identificar a un impostor, da lo mismo si escribe que si da discursos: “Me dijiste que los poetas son individuos / capaces de afirmar una mentira / con tal de que una sílaba retumbe. (…) / Cada vez que alguien silba / dentro de una palabra, / un cuervo huye a la frente / del último demagogo.”
Vivimos, aunque suene paradójico, la era de los totalitarismos parciales, un invento de esas élites financieras que han entendido que las monedas matan igual que las balas y que para someter a los débiles imponen unos regímenes abusivos que tienen a las personas que se portan bien atadas de pies y manos, y a las que se rebelan, metidas en un puño, pero que, de cara a la galería, toleran un cierto grado de democracia que funciona a modo de decorado de cartón-piedra, ofrece una simulación que a los que votan les sirve de alivio y a los que son elegidos, les vale de disculpa. Los parlamentos se han convertido en el símbolo de unas sociedades herméticas e inflexibles, en las que, como dice Erika Martínez, “no se puede mantener la perspectiva. / Si pones el ojo en la cerradura, / te devuelve la mirada”.
No hay más que ver para qué ha servido la crisis financiera en España: para que el dinero siga en las cajas fuertes de los que mandan y las libretas de ahorros de los que obedecen estén vacías. Si para dejar paralizados e indefensos a las mujeres y los hombres a los que iban a saquear, buscaron algún modelo, sería el de las chinches acuáticas gigantes que hay en algunos ríos de América, cuyo método de caza es el siguiente: se acercan sigilosamente a una rana-toro, le clavan un aguijón que primero las inmoviliza y después les inyecta un veneno que disuelve sus órganos, sus músculos y sus huesos, y finalmente se los beben, hasta dejar sólo la piel. Aquí se hizo una reforma laboral que vaciase las nóminas y los derechos de los trabajadores y otra del Código Penal que los amedrentara. El resultado es muy parecido.
El único problema que puede tener el neofeudalismo, como debería llamarse si su nombre definiera realmente lo que es, en lugar de esconderse tras una deformación sospechosa de la palabra libertad, es que llegue a pasarse de la raya y que eso propicie una rebelión de sus víctimas. Porque parece muy descarado y podría acabar con la paciencia de la gente, por ejemplo, que a los fiscales que investigan al presidente del PP de Murcia recién dimitido le roben una vez tras otra los ordenadores con los que instruye la causa, que no olvidemos que vincula una vez más a un líder del partido de la calle Génova con la trama Púnica, la más corrupta y la que más dinero público ha robado de todas, que ya es mérito.
O que la Audiencia de Madrid admita una denuncia contra el Gran Wyoming y Dani Mateo por bromear sobre el Valle de los Caídos –una basílica de la que nadie ha dicho nada a lo largo de los últimos cuarenta años, mientras servía de santuario a los radicales de ultraderecha, donde celebran con toda la impunidad del mundo la muerte del sátrapa cada año–, llevando de esa forma un paso más allá el esperpento que ha sido la condena a la joven que hizo unos chistes sobre el oscuro Carrero Blanco, que no era ni más ni menos que uno de los capitostes de un régimen asesino, tiene que hacernos pensar si el nuestro es un sistema representativo o represivo, que suenan parecido pero son lo contrario uno del otro. La Asociación para la Defensa del Valle de los Caídos, un monumento que a todas luces exalta a un criminal, presentó la querella porque sus representantes consideran que los dos periodistas incurrieron tal vez en una vulneración contra los sentimientos religiosos. Que los jueces crean que puede existir un delito de odio sólo es posible porque eso está tipificado en el artículo 510 de la ley mordaza, que como su apodo indica, fue especialmente pensada para los que no se callan, quienes no se dejan cerrar la boca. “Cualquier día, esto estalla”, se escucha decir en los bares, y pasa lo que en Hombre adentro, otro de los poemas de Erika Martínez, parece que escrito al borde de un pantano: “Acabo de romper con una piedra / la pantalla narcótica del agua / y he recordado a aquel demente / que abrió de un golpe su televisión / tratando de sacar al hombrecillo / que gritaba allí dentro”. Quién sabe, igual el loco era el otro, el que hablaba desde el otro lado de la pantalla, o la sinrazón estaba en lo que decía, lo que le obligaban a contar. Ya me entienden.
Vía: http://www.infolibre.es/noticias/opinion/opinion/2017/04/11/una_ley_hecha_para_defender_honor_los_asesinos_63683_1023.html
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